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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

São Paulo interminable

Actualizado: 26 may 2018

Sobrevolando las costas del Sur, las ciudades se tornan pequeñas telarañas de luz, separadas por inmensos espacios de oscuridad. Desde el Río de la Plata hasta el fin de las pampas de Brasil, el cielo distingue cortos respiros de vida, rodeados de un hermoso vacío.


Pero ese ritmo sereno se quiebra al llegar a São Paulo. De la costa al interior del continente, las luces se extienden, cubren la vista, acaban para siempre con la oscuridad. La telaraña es entonces interminable, desesperante, y sus redes parecen no detenerse jamás.

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Es chocante comparar a las viejas pinturas de São Paulo con la ciudad monstruosa que es hoy. Casi nada queda del pueblito interiorano del pasado: esa paz fue perdida para siempre.

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São Paulo, 1821. Acuarela de Arnaud Pallière.

En 1554, un grupo de jesuitas fundaba una Misión enterrada en la selva, lejos de las costas y de los colonos portugueses. Entre los pueblos Tupinambas, sobre una colina erguida entre los ríos de Anhangabaú y Tamanduateí, asentaron un pequeño Colegio. Ahí, se dedicarían a evangelizar, traducir sus salmos y mantener correspondencia con sus hermanos del Mundo.


Hoy, el viejo templo restaurado guarda manuscritos en sus criptas, y sus patios aún respiran la serenidad. Pero la plaza de los jesuitas es apenas un promontorio más de la bulliciosa ciudad, y sus ríos se volvieron hileras de agua contaminada. São Paulo ya casi alcanzó al mar, abrazando el antiguo puerto de São Vicente, y enterrando a las montañas bajo sus edificios.

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Colegio de los Jesuitas

La soledad de los jesuitas no duró más que algunos unos años. Su colonia secreta fue descubierta por los bandeirantes, ambiciosos cazadores de oro y esclavos, que la tornaron en punto de partida de sus expediciones. Por siglos, São Paulo quedó submersa en la oscuridad, convertida en el puerto de esos piratas de la selva.


Cerca al hermoso parque de Ibirapuera, un inmenso monumento se eleva glorificando a los bandeirantes. Retrata a esos esclavistas a caballo, arrastrando tras de sí a sumisas figuras de todas las razas. Una extraña celebración del espíritu “aventurero” de estos personajes: la imparable prepotencia que hizo crecer a las fronteras del Brasil.

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Monumento a los Bandeirantes © Rachel Duarte Abdala

Los viejos Paulistanos aún recuerdan cuando esa plazuela rodeada de tráfico era un simple pantanal a las afueras de la ciudad. Y es que apenas un siglo atrás, la vila de São Paulo sufrió una explosión que la hundió en la locura.


En 1900, era ya una tierra respetada, productora de estudiantes de derecho y de racimos de café. Los siglos pasados le habían hecho bien: era una importante ciudad burguesa, que nombraba presidentes y recibía a centenares de migrantes. Mas cuando sus ricas familias sembraron fábricas y rieles de tren, comenzó una imparable carrera.


En unos pocos años, São Paulo fue derrumbada y reconstruida, consumiendo obreros de todos los países, amasando su portugués con el italiano, el árabe y el japonés de los inmigrantes.


De poco servía cambiar de lugar al centro, abrir nuevas avenidas y cultivar nuevos parques: la ciudad crecía donde quería, y la selva de los Tupinambas se alejaba siempre más.

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São Paulo, 1924. Tarsila de Amaral.

En 1922, los jóvenes modernistas se declararon caníbales, clamando que el Brasil crecería devorando a las demás culturas, tal y como lo hacía la incansable São Paulo. Mientras las plazas coloniales agonizaban, el poeta Mario de Andrade perdía a su Macunaíma dentro de la selva de cemento.


10 años más tarde, los paulistas mandaron tropas y aviones al asalto de Río de Janeiro y el poderoso presidente Vargas.

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Propaganda de Guerra Paulista

Sus armas apenas cruzaron el valle del Paraíba, y sus trincheras se apagaron al cabo de un año, pero la ciudad quedó marcada en las conciencias del Brasil. São Paulo era un universo aparte, que vivía su propio frenesí.


***


Un fina garúa cubre al viaduto do chá, caminata de metal sobre el Vale Anhangabaú, un largo jardín rodeado de edifícios. En medio de la multitud, ese pequeño paseo es el esbozo melancólico de un pueblo que ya no existe.


La vieja São Paulo es apenas un triángulo de puentes, rodeados por palacios e iglesias aplastadas por los edificios. Hay algo verdaderamente triste en esa caminata de casonas demolidas. Entre lo monumentos aún en pie, la remozada catedral da Sé es casi insultante por su fealdad.

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Viaduto do Chá. ©Anónimo

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Catedral da Sé

Caminar por el centro es rememorar a los últimos resquicios de selva que murieron hace mucho tiempo. Se dice que hace 60 años, aún se oía en bodegas escondidas a la lingua geral, ese dialecto tupinamba adoptado por los jesuitas. Sus parlantes parecen haberse esfumado en el olvido.


La facultad de São Francisco sigue formando abogados, y sus muros polvorientos son los últimos en mantenerse intocables. Frente a ella, una plazoleta vive cubierta de cabañas y murallas de madera, donde estudiantes reparten sus folletos coloridos. El muro de un edificio ocupado sigue vestido de graffitis, que remozan artistas que transforman incesantemente a su ciudad.

A pocos metros de la triste iglesia de São Bento, la rua 25 de Março es un mar de vendedores y de turistas perdidos, donde es imposible sentirse solo. A pocos metros del Colegio Jesuita, la estación de la Luz y sus parques exuberantes pretenden bienvenirnos a una ciudad que ya no empieza ahí, y que los rodea de autopistas y de puentes decadentes.


Esos choques de colores e intenciones permean todo São Paulo, cubriendo sus rincones más alejados.


En el terroso barrio de Brás, escondido tras fábricas oxidadas y grúas abandonadas, un hermoso albergue aún guarda las ropas y las maletas de los migrantes que fueron repartidos hacia las haciendas del interior. A veces, en sus viejos rieles pasa un tren a vapor.


En el parque de Ibirapuera, cada dos años, los edificios futuristas reciben pinturas y esculturas en una gran Bienal de artes. Entonces, sus corredores y plataformas blancas se vacían de patinadores y reciben a artistas del mundo entero.


En una favela del norte, un grupo de actores le cantan a su río enterrado, bajo las miradas confundidas de las vendedoras y los caminantes. A veces, en edificios rodeados de viaductos, se reúnen recitales poéticos, donde jóvenes escritores declaman sus últimos cantos.

Existe el viejo cliché de que São Paulo no tiene alma, y que cría a gentes tristes y apuradas.


Nada más falso. Es tan solo una ciudad que busca con fervor la poesía en el cemento.


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