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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

Manifiesto Personal - Por una globalización repensada por sus ciudadanos



La crisis del Coronavirus nos ha confrontado a una realidad que se suponía imposible: el enlentecimiento del sistema económico globalizado. Este momento de reposo nos da la oportunidad inédita de repensar el mundo, apoyándonos en un sistema de redes sociales extenso y activo. Los efectos de esta crisis han sacudido varias de las certidumbres de nuestro sistema: esta es una oportunidad única para cuestionarlo como ciudadanos. Con suerte, la crisis del Coronavirus permitirá la escritura de un nuevo contrato social mundial, tal y como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial.

Este Manifiesto se opone tanto a una falta de cambios del sistema, como a una destrucción de la Globalización para regresar al Aislacionismo. Más bien, propone la construcción de una nueva Globalización, erigida desde las bases por sus ciudadanos, que ya han experimentado los beneficios de una sociedad conectada y multicultural. Esta reconstrucción desde la ciudadanía se haría en oposición a una Globalización desde las élites, centrada en un mayor control de los individuos.

Para esta nueva Globalización, se propone una serie de reformas concretas: una redefinición de la economía, fundada sobre la contribución y no el consumo, con acciones de Estado para garantizar el bienestar de los ciudadanos (salario universal, búsqueda de la autosuficiencia en bienes esenciales, inversión en medicina e investigación), y una priorización de la crisis ecológica, viendo el equilibrio ambiental como un derecho humano que debe ser garantizado, imponiendo cambios a los sistemas de producción.

Este Manifiesto fue escrito para impedir que el futuro sea decido sin que su autor se pueda pronunciar, y espera que todos los que puedan y lo deseen, escriban sus propios Manifiestos. Si la utopía de una globalización ciudadana puede cumplirse, sucederá cuando los ciudadanos del planeta tomen la palabra y no dejen que populistas y calculadores construyan el Mundo a costa suya.

Es por ello que el texto concluye con una serie de especulaciones, optimistas y no tanto, sobre el mundo que nos espera después de la pandemia.

La pandemia del Coronavirus: despertar de un siglo de engaño

La Gripe Española es una anomalía histórica que resiste toda explicación. De 1918 a 1920, infectó a un tercio del planeta por tres años enteros, mató a cerca de 50 millones de personas, y aun así, apenas existen monumentos que conmemoren a sus víctimas.

Mientras la Peste Negra es un hito histórico universal, y epidemias más recientes, como el paso del SARS por el sudeste asiático, siguen vivas en la memoria, la primera pandemia del siglo XX quedó mucho tiempo en el olvido. Antes de que la angustiante realidad del Coronavirus devolviese a la gripe española a nuestras consciencias, apenas se le recordaba como un epílogo tétrico a la Primera Guerra Mundial.

Ante ese extraño silencio, uno puede volcarse a los recuerdos de sus antepasados, pero incluso estos permanecen escasos o contradictorios.

¿Qué clase de neurosis colectiva habrá permitido que el trauma de la Gripe Española no sobreviva al paso del tiempo? ¿Será acaso que el mundo decidió olvidar y mantener su rumbo, con la esperanza de que el Progreso erradicaría cualquier amenaza?

Un siglo de relativa salud nos permitió aceptar plenamente ese engaño. Tal era su poder de persuasión, que nos fue difícil abandonarlo cuando el Coronavirus ya había cruzado fronteras y la cuarentena se convertía en una posibilidad.

Han pasado ya varios meses desde que un confinamiento casi mundial dejó la ciencia ficción para volverse parte de nuestro cotidiano. En Europa continental, han quedado en el recuerdo esos terribles primeros días en que la pandemia parecía indetenible, y cada noche caía con una letanía de malas noticias y un alza vertiginosa de muertes. Pasaron ya los días en que los aplausos a los médicos desde nuestras ventanas tenían sabor a plegaria, mientras un monstruo invisible recorría las calles vacías. Cada uno, en esos tiempos, apenas contaba con su imaginación para concebir el futuro.

Tantas semanas han pasado ya, que nos es imposible recordar la profunda extrañeza que causaba despertar en un mundo asediado por un enemigo indefinible.

La extrañeza de una cuarentena mundial: el umbral hacia el cuestionamiento de nuestra sociedad

Y sin embargo, olvidar esa extrañeza del todo, es olvidar la certeza de que el mundo ha cambiado para siempre. Ese sistema económico hiperactivo que se sentía invencible y que sangraba al planeta sin miramientos, decidió detenerse apenas lo confrontó su propia mortalidad.

Por supuesto, la humanidad aún es libre de trazar su destino. Todavía puede escoger los mediocres ejemplos de la crisis económica de 2008 o de la gripe española, esperando que el mal tiempo pase, sin atreverse a dar el salto al vacío. Las distracciones no faltan para alejarnos de todo cuestionamiento, llamándonos al consumo de un entretenimiento sin fin, o a la trampa de un productivismo agobiante.

Pero quizá no sea posible escapar. Tal vez, tras los desconciertos del inicio de la cuarentena, y aquellos que sin duda nos esperan cuando ésta acabe lenta y progresivamente, sea necesaria bastante mala fe para no aceptar que las cosas han cambiado.

Ese inevitable punto de quiebre, con su lote de imprevistos y frustraciones, no tiene por qué ser vivido apenas con miedo.

Nos encontramos ante un hito histórico que, como Humanidad, debemos aprovechar.

Por primera vez, el flujo de noticias vacuas e hipnotizantes se ha detenido. Los grandes payasos populistas que distraían la atención de los medios hoy viven con angustia, sabiendo que la Humanidad apenas espera una noticia: el fin de la pandemia.

Largo tiempo se nos quiso convencer de que repensar el mundo era cosa de filósofos antiguos: nuestra modernidad era demasiado acelerada para ser redefinida. Ya en 2011, cuando una entusiasmante ola de manifestaciones sacudía el mundo, las redes sociales y sus nuevos lenguajes parecían capaces de provocar revoluciones. En ese entonces, algunos ya esperaban proponer un mundo nuevo.

Muy pronto sin embargo, los juegos políticos y la hiperactividad de la economía desplazaron y enterraron sus reflexiones, haciéndonos olvidar el largo plazo. Era imposible calmar un mundo histérico.

Hizo falta una pandemia mortal para que ese enlentecimiento con el que soñaban los utopistas sucediera. La naturaleza logró hacer lo que tantos pensadores esperaban sin ilusiones.

Emplear los tiempos de reclusión para repensar el mundo no es una novedad: religiones como el budismo y el hinduismo ven a reclusos de esa naturaleza como figuras centrales de sus sociedades. Otras, como el islam, incluso proveen sugerencias sobre cómo conllevar una pandemia sin ceder a la desesperación. Tenemos en nuestro pasado incontables consejos sobre cómo sobrellevar estos tiempos. Basta saber cómo adaptarlos a nuestro presente.

Cuando salgamos de nuestras casas, viviremos el exterior con rutinas que no podrán ser las mismas, debido a las restricciones de una pandemia que no habrá terminado. Sin duda, querremos defender algo del bello silencio que conquistamos en el confinamiento. Quizás, en ese periodo de transición, no añoremos la supuesta paz del mundo anterior, sino busquemos fundar una mejor normalidad.

Después de todo, ese periodo también ha despertado esperanzas. Muchos de los fatalismos que nos imponían cínicamente hoy parecen solucionables. El mundo se detuvo durante la década en que el cambio climático aún puede ser revertido. Los Estados demostraron, para nuestra sorpresa, que son capaces de organizarse para defender a sus ciudadanos frente a una muerte inminente.

Décadas de pesimismo nos acostumbraron a actuar como si viviésemos en permanencia al borde del apocalipsis. Había cierta arrogancia en creernos la última generación de la especie humana.

Hoy, por primera vez, tenemos razones sólidas para pensar que nos encontramos ante el comienzo de algo nuevo.

Podemos debatir sobre la mejor forma de reaccionar y fomentar un mundo nuevo: de qué manera unirse, con o sin líderes, y con qué métodos.

Este Manifiesto, sin embargo, apela a una acción más primordial: la de inspirar a otros a pronunciarse a su vez. Con suerte, seremos suficientes en tomar la palabra para ser escuchados.

Parte 1: Defender la Globalización, pero redefinir sus principios

Globalización y Pandemia, dos fenómenos que siempre han ido de la mano

La globalización, esa creciente comunicación e interdependencia ente las naciones del mundo, no es un fenómeno reciente. Sin embargo, sin duda vivió una profunda aceleración en las últimas décadas, con el incremento de viajes, tratados e intercambios que han operado Naciones, pero también personas.

Sin embargo, es necesario recordar que la sociedad globalizada fue fundada sobre bases dolorosas, y su complicada expansión no ha terminado del todo. Aún hoy, suceden contactos entre personas venidas del mundo globalizado, y sociedades que jamás oyeron hablar de otras latitudes, como lo son los al menos 100 pueblos “no contactados” que subsisten en el planeta.

Imaginemos los sentimientos de terror y fascinación de un pueblo “no contactado” al toparse con un explorador venido de nuestro mundo conectado. Tras la curiosidad del primer contacto, vendrían sin duda semanas de especulación sobre el pasaje ese individuo misterioso.

Pero su pasaje no marcaría apenas las imaginaciones. Poco después de su partida, surgiría la enfermedad, los primeros muertos, y el avance inexorable de una plaga que diezmaría a esas personas sin inmunidad frente los virus del resto del planeta.

¿Ante el mal indetenible que nos brindó, por qué no detestar el extranjero? ¿Por qué acaso no temerle como a la peste, y acuñarle su nombre a la enfermedad que nos aqueja? ¿No es acaso legítimo aborrecerlo, por habernos traído la destrucción?

No nos engañemos. Las pestes siempre han sido compañeras de la Globalización. Además de la destrucción de los pueblos americanos por los virus europeos, la Peste Negra está directamente ligada a las conquistas de los Mongoles, que conectaron a China con Europa.

Y no son casos aislados: muchas otras de las epidemias que asolaron a Asia, Europa y África coincidieron con períodos de intensos intercambios internacionales. Tras todas estas tragedias, salvo la que siguió la conquista de América, imperó una misma respuesta: cerrar las fronteras.

Pero hoy, por primera vez en la Historia, contamos con una alternativa.

Gracias a Internet y a las tecnologías de la información, nos podemos comunicar a través de las fronteras y las distancias. Décadas de intercambios intensos han creado amistades y familias multiculturales, que han visto ese diálogo entre realidades como algo esencial a su identidad. Lazos afectivos que muchas veces cruzan continentes, y que verían el fin de los intercambios como un desagarramiento.

A diferencia de esos periodos de globalizaciones forzadas, en que imperios sometían sin piedad a pueblos que consideraban infra-humanos, toda una generación ya ha aprendido a cruzar las fronteras sin miedos ni prejuicios.

Sin siquiera haberlo percibido, hemos vividos conflictos y crisis extranjeros como tragedias cercanas, sintiéndolas de forma más violenta, porque las vivimos en nuestros intercambios cotidianos. Sin habernos dado cuenta, el mito de la “aldea global” acabó por cumplirse en nuestros diálogos virtuales.

La oportunidad inédita de separar la unión entre Globalización y Pandemia

¿Qué habrían dado los Venecianos y los habitantes de Cairo y de Delhi para enterarse que se acercaba una enfermedad aparecida en los confines del Gobi? De haber compartido y comunicado, ¿habrán salido flagelantes a pedirle piedad a Dios entre los pueblos de Italia, trayendo a la Peste con ellos? ¿Qué habrá sido de la Peste Negra si los médicos Árabes, Chinos o Griegos hubiesen podido compartir pócimas y respuestas a la plaga?

Detener la mundialización y aislarse sería apenas una respuesta a corto plazo, que a largo plazo nos impediría conseguir la cooperación y coordinación necesarias para erradicar la pandemia de la faz de la tierra, y evitar nuevas enfermedades.

Hoy, a diferencia de nuestros ancestros, tenemos el privilegio de vivir en una humanidad que se siente cercana y capaz de compartir conocimientos.

Paradójicamente, al confinarse por millones, las personas se aislaron físicamente, pero se unieron por las redes, dándose el tiempo de pensar y repensarse. Entonces, y hasta hoy, empezó una larga conversación virtual, que no habría sido posible hace menos de dos décadas. Dios sabe qué saldrá de este periodo de latente reflexión.

En contrapartida de esa posible comunión, no hay que olvidar aquellos que abogan por cerrar las fronteras. La crisis sanitaria reúne los elementos para avivar tensiones latentes, y despertar ira contra el mundo globalizado.

Ante ese cuestionamiento, es posible redirigir la crítica.

La pandemia actual no se esparció porque el mundo está globalizado, sino por la forma en que esta globalización es vivida. Una globalización dónde el comercio y la tecnología fluyen, pero dónde el bienestar humano es relegado a segundo plano.

Entre Globalización y Aislacionismo, abogar por una nueva Globalización Solidaria

La oposición ya se hacía sentir en los discursos políticos, pero tras el Coronavirus, se puede dar por sentado que los debates de mañana se centrarán en la oposición entre Globalización y Aislacionismo, y sus diversos matices.

Frente a esos debates futuros, este Manifiesto aboga por una refundación de la Globalización, con principios solidarios que sean pensados y propuestos por sus ciudadanos, retomando los principios del Alter Mundialismo.

Esta refundación de la Globalización se opondría a una reconstrucción apenas cosmética y acaparada por empresarios, tecnócratas y políticos. Se trata de un sistema nuevo, propuesto por una población mundial que se sabe unida y que no quiere perder ese lazo que los ha acercado por décadas.

Es preciso unir al mundo no sólo con promesas de una nueva normalidad, sino apuntando a un sueño común.

Es una penosa coincidencia que esta crisis llegue cuando las instituciones multinacionales están debilitadas y asediadas por líderes populistas que buscan desmantelarlas. Una acción vigorosa de estas instituciones podría haber detenido la crisis con aún más eficiencia, y su debilidad tienta a algunos a darles el golpe de gracia.

Los mensajes de multiculturalismo suelen ser vistos con sorna por mi generación, como conceptos manoseados y manipulados por figuras que apenas los usaron para vendernos un mundo mercantilista.

La inacción y la falta de inspiración de algunas de estas instituciones contribuyen a esa sensación de desesperanza. La Unión Europea, supuesto paladín de la antigua globalización, hoy decepciona por su mezquindad, reaccionando apenas cuando se trata de rescatar indicadores económicos.

Ante este mundo que se cuestiona y reconfigura, este Manifiesto defiende que la Mundialización debe ser transformada, y no destruida, para enfrentar una crisis en la que nadie se puede salvar por sí sólo.

El fin del “Realismo” para entender las Relaciones Internacionales, y la búsqueda de una nueva doctrina

En efecto, si hay algo que muchos de los viejos calculadores del mundo se rehúsan a ver, es que el mentado “realismo” en relaciones internacionales ha sido la opción más destructiva frente al Coronavirus.

Pensar las relaciones internacionales como un juego de suma cero, escondiendo datos a otras naciones por miedo de perder ventajas políticas, no ha hecho sino acelerar la pandemia. Otros “realistas”, como Boris Johnson en el Reino Unido, barajaron evitar una cuarentena para mantener su prosperidad económica, y lo pagaron con trágicas pérdidas humanas.

Aunque muchos de estos supuestos “realistas” renunciaron a sus estrategias, aún persisten acciones sórdidas cuyas consecuencias políticas serán sin duda inmensurables. De más está recordar el negacionismo insano del gobierno de Bolsonaro en Brasil, o la piratería norteamericana, con sus robos descarados de mascarillas y maquinas respiratorias destinadas a otros países.

La crisis del Coronavirus demostró que el supuesto “realismo” es insostenible: la crisis sólo será detenida con mayor y mejor comunicación, aceptando nuestra unión planetaria.

Las formas de organizarse están aún por definir: con el avance de la pandemia, la atención se ha tornado a los ejemplos exitosos de contención. Ejemplos que, de hecho, habrían sido mucho más difíciles de conocer y comparar sin la comunicación que nos ha permitido la globalización…

Por un lado, están los de países con sistemas de vigilancia y control avanzados, como China y Corea del Sur. Estados con acciones sin duda exitosas, pero que también son menos dispuestos a compartir sus desaciertos.

Por otro lado, están las sociedades con sistemas de salud desarrollados, como el estado de Kerala en India, o la región Kurda de Siria, que han demostrado una reactividad alentadora. También es notable el ejemplo de Nueva Zelanda, sociedad unida y coordenada, donde la población civil comunicó para frenar la pandemia.

Estos últimos ejemplos parecen esbozar una respuesta alternativa a las sociedades de control: las sociedades solidarias, donde las crisis puedan ser detenidas con coordinación y comunicación transparente entre comunidades ciudadanas.

En vez de fundar un mundo más vigilado, controlado y aislado, es posible concebir uno más conectado, no sólo a través de flujos económicos impersonales, sino de una comunicación activa.

Una globalización más profundizada y transparente para escapar a la opción de la vigilancia

La necesidad de un modelo alternativo a la vigilancia se hace sentir cuando un fin de cuarentena se acerca. En Francia, la posibilidad de una aplicación móvil que controle las acciones de la población en desconfinamiento ha suscitado fuertes críticas.

Por otro lado, nuestras experiencias de cuarentena ya nos han mostrado ejemplos de solidaridad entre vecinos: esta coordinación transparente entre ciudadanos podría acompañarse de una coordinación entre Estados, practicando así un desconfinamiento armonioso y eficiente.

De hecho, no todos los aspectos de la globalización que nos precedió tienen que ser desmantelados.

Si bien la cobardía de la Unión Europea, que podría haber sido central en una salida de crisis, ha sido una terrible decepción, las advertencias de la OMS y de la ONU han sido pruebas de su buena fe. Y los oídos sordos que les tendieron los Estados son quizás prueba que ese modelo Estatal egoísta está caduco.

Aunque no aparecieron liderazgos internacionales que ofrezcan mensajes alentadores para confrontar la crisis, algunos ejemplos de acción establecieron patrones a seguir, como la implementación de confinamientos y planes de ayuda a la salud y a poblaciones vulnerables.

Una tercera vía ante el Coronavirus, la de la antiglobalización, que apoyaría un aislacionismo y un fin de los viajes a larga distancia por el bien del planeta, parece ser una falsa solución.

Desconfío en el sacrificio de la multiculturalidad para encerrarnos entre nosotros, cuando bien podríamos escucharnos y organizarnos mejor.

Es preciso inspirar a la humanidad, no asustarla, para fundar un mundo nuevo.

No caigamos en la trampa de pensar que nosotros somos el virus, culpándonos plenamente por algo que el sistema creó: el viejo mundo causó la pandemia, y nos toca transformarlo.

Atreverse a redefinir el mundo, como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial

Hoy, la crisis del Coronavirus ha puesto en tela de juicio nuestras certidumbres sobre la sociedad. También puede llevarnos a escribir un nuevo contrato social: un nuevo acuerdo entre los ciudadanos del planeta sobre cómo organizar el mundo.

Lo cierto es que la alternativa al nuevo contrato social parece a todas luces aterradora.

En las últimas décadas, hemos visto a este sistema confrontar a las crisis políticas y sociales con una tibieza desconcertante. La guerra en Siria, la invasión de Ucrania, la crisis migratoria en Europa y el conflicto político venezolano fueron tragedias humanas que líderes timoratos dejaron pudrirse, transformando el sufrimiento generado en apenas una nueva normalidad. Los únicos en beneficiarse de esas resoluciones mediocres fueron los líderes amorales y “realistas” que concebían estos conflictos como peones en sus juegos de ajedrez.

Sería aterrador que la crisis del Coronavirus sea confrontada con la misma bajeza.

Juzgando por la falta de coordinación y el espíritu de “realismo” que aún domina los Estados, una administración mediocre del mundo después del Coronavirus, aparece casi garantizada si aceptamos mantener el mismo sistema.

La respuesta es fundar un mundo nuevo.

Para tornar esta refundación aceptable, es necesario explicitar la magnitud de lo que nos sucede: esta crisis es la “tercera guerra mundial”, con la que nos hipnotizaban las ficciones estadounidenses. Un conflicto que impactaría al planeta entero y que nos uniría ante una causa común.

Ante tal evento, es legítimo tomar decisiones radicales, como se tomaron tras el anterior conflicto mundial.

Parte 2: Principios para el nuevo contrato social

El rey está desnudo”. Que el pueblo escriba manifiestos para una constitución planetaria

La primera consecuencia de la cuarentena ha sido revelar varias falsas verdades con las que habíamos aceptado convivir.

De pronto, el no priorizar la salud y la investigación por décadas se revelaron errores garrafales.

Sin que nos diésemos cuenta, los tiempos de optimismo científico de mediados de siglo XX habían sido desplazados por la era de los pacientes-clientes, vistos como elementos de lucro más que personas dignas de ser ayudadas.

Con esa barbarie revelada a vista y paciencia de todos, varios Estados liberales tomaron acciones que no deberían tener marcha atrás. Es hora de volver a priorizar a la investigación y la salud, dejando atrás el culto al lucro, desmantelando los lobbies farmacéuticos y las iniciativas contaminantes que se establecieron durante esa revolución “silenciosa” del todo-economía.

Al acatar la cuarentena, les dimos a los Estados el tiempo de adaptarse al impacto para no desmoronarse. Ahora, es tiempo de pedirles que rindan cuentas, cuestionando la razón de su fragilidad, y repensar cómo ordenarlos.

En este periodo inédito, es legítimo ambicionar que el mundo nuevo se construya desde un constitucionalismo planetario, propuesto por los ciudadanos a medida que salgan de su largo desconfinamiento. Este período de intercambio será la ocasión de reapropiarse y dar verdadero sentido la utopía de los “ciudadanos del mundo” que nos vendían por muerta o agonizante.

Para esta refundación del mundo, este Manifiesto aboga por una globalización de mayor comunicación y colaboración, construido desde la base, en vez de un mundo de vigilancia construido desde las elites.

Esta nueva y verdadera democracia puede ser refundada aprovechando el espíritu de intercambio, cuestionamiento y participación ciudadana que permea las redes sociales, y que conllevó tanto a las revoluciones de inicios de los 2010s como a la tantas veces lamentada multiplicación de burbujas y fake news.

Entraríamos en un periodo en que cada uno pueda compartir su propio Manifiesto en redes, en un espíritu de puesta en común de ideas, develando las que nos unen e inspiran. Una forma de tomar la palabra sin que otros instrumentalicen nuestra indignación.

Repensar la Economía: un paso fundamental para la nueva globalización

Entre las temáticas que se están poniendo en cuestión tras la cuarentena, la economía aparece como la más apremiante y controvertida.

Lo cierto es que la experiencia de la pandemia explicitó varias de las injusticias más grotescas de nuestra sociedad. Se hizo evidente que nuestras vidas dependían más del trabajo de un enfermero o de un cajero que del de un trader. Las diferencias de prestigio de estos oficios aparecieron como injusticias insoportables.

Aunque sea criticable el obscurantismo que parece reflejar la indignación por las donaciones a la restauración de Notre Dame, lo cierto es que la falta de respuesta de las grandes fortunas ante la pandemia es intrigante. Como si la tragedia humana apenas les conmoviera.

Una disonancia que se hace aún más insoportable con las redes sociales, que ponen al descubierto las cuarentenas doradas en las que algunos de estos esperan el fin del Coronavirus.

Además de estos cuestionamientos sobre nuestra abyecta desigualdad, otros descubrimientos cotidianos transforman nuestra visión del sistema.

Aquellos que cuentan con los medios para gastar, descubrieron que pueden vivir con menos de lo que solían consumir.

Otros, se dieron cuenta que gran parte de su trabajo puede ser hecho en casa, y que varias reuniones internacionales podrían resumirse a sesiones de Zoom. Una transformación del trabajo que podría modificar los flujos urbanos a las oficinas, y cambiar las formas de emplear y organizar el trabajo en empresas y universidades. En contrapartida, es probable que este largo periodo de ausencia física en el trabajo acelere los procesos de automatización de varios empleos, afectando a varias personas.

No ceder los proyectos de un mundo nuevo ante el discurso del relance económico.

Es indudable por lo tanto que el Coronavirus, además de revelar injusticias, dejará un impacto económico notable.

No pasa un solo día sin que nos recuerden la aterradora crisis económica que nos espera, como un castigo divino por haber osado enlentecer al mundo.

Hacerle frente a la crisis económica significaría, en parte, legitimar el sistema previo a la pandemia, esa misma fuente de injusticias que buscamos desmantelar.

Este Manifiesto no pretende negar las ciencias económicas, pero considera que aceptar el discurso de la crisis financiera y sus proyectos de reactivación sería claudicar ante el mismo sistema que generó nuestros problemas. Un relance de las economías, siguiendo el modelo destructor anterior al Coronavirus, será catastrófico para el medio ambiente. Ya lo fue en 2008.

No se trata, por supuesto, de caer en la falsa dicotomía de la economía contra la vida, pero sí de redefinirla para que esta no nos siga hundiendo en la injustica y la desigualdad.

Por irónico que parezca, la respuesta de varios Estados liberales a la crisis nos ofrece una pista sobre la mejor manera de reaccionar.

Pistas de acción para una economía mundial nueva, que priorice el bienestar humano

Al dictar cuarentenas y apoyo a los médicos, los Estados liberales han probado a vista y paciencia de todos que movilizarán todas sus fuerzas para salvar a sus ciudadanos ante la muerte, a como dé lugar. A partir de hoy, nosotros les debemos recordar esa acción, para que retomen su lugar como defensores del bienestar de las personas. Y deberíamos sospechar de los dirigentes que no se atrevieron a dar el salto, como si no quisieran comprometerse a cumplir con ese acto, o prefirieran aplicar un maltusianismo discreto.

Entre las acciones que algunos han tomado y que podemos exigir se tornen permanentes, está el mentado Salario Universal, que algunos Estados ya distribuyen como mínimo vital a las poblaciones vulnerables. Este modelo ya había sugerido por los economistas Esther Dulfo y Abhijit Banerjee, y podría mantenerse, distribuyéndolo a las poblaciones para quienes tal ayuda puede salvar vidas. En el caso de países y poblaciones más acomodadas, ese tipo de remuneración podría organizarse en modalidades más precisas y acordes a necesidades específicas, para permitir que su monto sea de verdad consecuente.

De hecho, siguiendo la tesis de estos dos economistas, eficiencia económica y redistribución no son contradictorios: un pobre no dejará de trabajar porque se le ayuda, un rico porque se le impone un impuesto a la riqueza. En efecto, según ellos, el orgullo de un ciudadano no viene forzosamente por su capacidad de consumir, sino de contribuir a la sociedad.

Algunos Estados parecen seguir estos principios de forma loable, y se puede esperar una continuación de esta tendencia. Algunos han decidido anular las deudas a países en vía de desarrollo, otros pagar el alquiler de hogares en situación de precariedad o inclusive aplicar nuevas políticas económicas, como Amsterdam y sus políticas basadas en el modelo del “donut” (cubrir las bases esenciales de la población sin sobrepasar los límites ecológicos).

Ante la escasez de máscaras y material médico que vivieron algunos países al inicio de la crisis, se plantea el regreso a algunas formas de autosuficiencia, un ideal que países como la India hace tiempo habían decidido abandonar.

En vez de dejar que las extremas derechas se apropien de la idea, sería interesante plantear una autosuficiencia en bienes vitales, siguiendo la lógica del modelo del donut: una base fundamental sobre la cual la región se debe poder sostener.

Efectivamente, este planteamiento de reforzar los Estados no se hace en contradicción con una profundización de la mundialización. En un futuro ideal, los Estados (o inclusive las ciudades) del mundo intercambiarían datos sobre las necesidades vitales de sus poblaciones, y entidades supranacionales fuertes coordinarían acciones para igualar la calidad de vida de los ciudadanos del mundo. Después de todo, esta crisis probó que los Estados tienen razón de ser, como entidades cruciales para coordinar respuestas a la crisis: toca ahora redefinirlos.

En efecto este nuevo contexto, los Estados deben atreverse a implementar políticas tales como impuestos sobre la riqueza para revertir las desigualdades que aumentan desde 2008, y finalmente redistribuir los abundantes recursos que tenemos pero que el sistema anterior no quiso repartir.

Las nuevas lógicas de producción deben seguir principios menos destructivos, priorizando lo necesario por sobre lo excesivo. Dejar de imponernos la dictadura de la aceleración para permitirnos el mundo más sereno que hemos podido saborear.

Me atrevo a pensar que, tras este periodo de aislamiento, nuestros impulsos consumistas se redirigirán más que nada a los grandes encuentros humanos, a la cultura y al entretenimiento.

Y es que la Cultura no puede ser ignorada y desdeñada en este mundo nuevo.

A ella le debemos la salud mental que nos permitió encarar a la cuarentena. Con ella manifestamos nuestros temores y esperanzas. Esta cultura, en sus acepciones religiosas, también nos pudo ofrecer el alivio y el consuelo que algunos necesitábamos.

Muchas veces vista como una temática secundaria, no hay que olvidar lo que le debemos al encarar el mundo nuevo.

La lucha contra el cambio climático, desafío central del mundo nuevo

Un Manifiesto sobre el Coronavirus estaría incompleto si no mencionase la ecología.

Durante la cuarentena, era imposible no sentir cierto alivio al ver que la carrera suicida del mundo se había detenido, dándonos el tiempo para cuestionarla.

Sin embargo, sería un error pensar que la crisis ecológica ha terminado. Es apenas un respiro, que hay que aprovechar para cambiar de rumbo.

La pandemia ha sucedido, en parte, por nuestra indolencia ecológica: la depredación de ecosistemas nos expuso a enfermedades a las que nuestros sistemas inmunitarios no estaban preparados.

En esta nueva globalización, las soluciones a la crisis ecológica tendrán que ser colectivas y no individualistas. Ya no podemos volver al mundo insano donde la necesidad de cada uno de llegar al techo del mundo provocó un atolladero en el Everest.

La lucha por un medio ambiente sano no es sólo por nuestro bienestar individual, sino para defender un derecho humano directamente ligado a la protección de nuestra salud colectiva. Condiciones sociales y ecológicas tendrán que ser impuestas a las empresas para evitar derivas destructoras.

Para redefinir las reglas ecológicas de la nueva globalización, será sin duda esencial inspirarse de los modelos de sociedad de los pueblos autóctonos de Amazonía, que supieron desarrollar sociedades complejas sin dañar su entorno natural. Que las sociedades urbanas cambien de estilo de vida ya no es ciencia ficción: todos pasamos a la acción, al confinarnos ante la pandemia.

Dentro de todo, la lucha mundial frente al enemigo común del Coronavirus puede ser, si se opta por la coordinación globalizada, un ensayo general para retomar de mejor manera la lucha contra el cambio climático.

Es sospechoso que aquellos que nieguen el Coronavirus y la importancia de la globalización, sean los mismos que niegan el cambio climático.

Porque no hay que olvidarlo, frente a esta crisis, están los que abogarán por no cambiar nada, o los que aspirarán a un mundo de fortalezas dónde cada uno abogará por sus intereses propios.

Impidamos que nos impongan el futuro

Por más que griten los populistas, ha venido el tiempo de la reflexión.

Este Manifiesto fue en parte escrito como mecanismo de defensa. Es una tentativa de construcción de mi propio discurso, antes de que me impongan otro.

Soy firme creyente que nuestra propensión actual a los fake news y a los movimientos de pánico vienen del legitimo temor de que decidirán el mundo de mañana sin nosotros. Es tiempo de reapropiarnos ese futuro.

Sin embargo, hay que ser conscientes de lo que nos espera a nivel geopolítico.

Cuando los líderes del mundo empiecen a repensar el sistema, se esbozarán nuevos modelos.

Es en ese tablero que los Estados lucharán mezquinamente, guiados por su supuesto realismo. Con nuestros Manifiestos, nos podremos imponer a estos gigantes desfazados, trascendiéndolos, negando los opios con los que nos quieren callar.

En el tablero de ajedrez de la política clásica, China parece determinada en erigirse como líder, maquillando sus errores iniciales con un triunfalismo grotesco. Debido a su falta de transparencia, es difícil discernir las lecciones que habrá sacado de la crisis, y qué sistema propondrá para el mundo nuevo.

Es clara, sin embargo, la posición de los Estados Unidos de Trump. Con cobardía y cinismo impresionantes, decidieron esposar el “realismo” y encerrarse, robando máscaras y máquinas respiratorias a países necesitados. En una extraña bipolaridad, el discurso se divide entre una minimización de la crisis y unos ataques despiadados al extranjero y las instituciones internacionales. Países antes grandes, como el Brasil, viven bajo presidentes cómodos en sus roles de lacayos, sumándose al delirio de los discursos negacionistas y letales.

Es probable que la Historia no perdone a estos líderes, y que sus naciones sean relegadas en el nuevo mundo. Para evitarlo, su única salida sería que sus mentiras acaben calando en la población.

El peligro de los grandes contadores de mentiras

Y es que la mayor amenaza peligro de estos personajes grotescos, es su capacidad de transformar la realidad con sus calumnias. Incluso hoy, entre sus seguidores ha calado la idea de que la pandemia es culpa exclusiva de la globalización y de sus instituciones.

Como ellos, existen bastantes grandes definidores de historias, y sus habilidades son el triple de peligrosas en estos tiempos de crisis.

Después de todo, las mentiras son bálsamos valiosos cuando reina la incertidumbre. Cuando la Peste Negra azotaba Europa, los cristianos imaginaban ángeles anunciando el inicio y el fin de la peste. En el Perú, un supuesto mensaje profético emitido por la radio empujó a más personas a acatar la cuarentena que cualquier discurso presidencial. En Francia, nación que se jacta de su laicidad, el doctor Raoult y los supuestos milagros de su cura de cloroquinina han suscitado una veneración que parece intrigantemente religiosa.

Otros incluso, prefieren creer que tras el Coronavirus se esconden temibles conspiraciones mundiales. Nos acostumbramos tanto a vivir en un mundo cabalgado y demolido por Homo Deus, que no podemos imaginar un descalabro que no sea obra del Hombre o de alguna temible cábala.

Liberarse de esas conspiraciones, entender que hasta los poderosos se sienten superados por la crisis, nos da más fuerza para confrontarla. Aceptar la conspiración, en cambio, es una cómoda excusa para no cambiar el mundo.

Es peligroso dedicarle demasiado tiempo a los conspiradores y a los negacionistas en este Manifiesto: más de una vez demostraron que darles espacio, es darles poder.

Pero la impotencia que motiva a sus seguidores, y las burbujas que forman para convencerse, son perfectamente comprensibles. El miedo que la motiva, es la que me empuja a escribir mi Manifiesto. Es el temor de que el Mundo sea reescrito sin nosotros.

Parte 3: Especulando el futuro

Tras esta etapa de propuestas, viene el momento de las especulaciones.

Después de todo, no ha habido momento más excitante para imaginar el futuro. Todas las futurologías anteriores han quedado caducas: por primera vez en generaciones, se abre el campo de las posibilidades.

Quizás, veremos renacer modelos de vida que pensábamos eliminados por un Mundo acelerado. Volverá la vida de barrio, el contacto y la confianza entre vecinos, cualidades tan necesarias para la Globalización Solidaria con la que soñamos. Quizás incluso, los estilos de vida de los pueblos indígenas, que veíamos ejemplares pero alejados, se conviertan en normas para proteger el planeta.

Quizás, las experiencias de cuarentena a nivel local hagan que el poder Estatal ceda el paso al poder de las Ciudades, en las que los vecinos comuniquen y decidan en democracia directa. La visión de Wuhan encerrándose en cuarentena, o la de Amsterdam implementando un nuevo modelo económico, parecen apuntar a ese futuro.

Quizás el mundo que venga confíe menos ciegamente en la grandeza del Ser Humano, y valore más lo natural y lo místico.

Quizás en vez de la miseria que nos prometen, venga un momento de mayor igualdad. Después de todo, la Peste Negra fue seguida por una radical reducción de las desigualdades económicas, y un estímulo a la cultura que dio paso al Renacimiento.

Quizás se declare gratuita a la vacuna contra el Coronavirus, y esta sea enviada triunfalmente a todos los rincones del planeta. Tal cosa ya sucedió con la vacuna contra el Polio del doctor Albert Bruce Sabin, que rechazó patentarla y jamás ganó el premio Nobel de la Paz.

Tal optimismo en las predicciones es en parte motivado por la derrota de muchas profecías pesimistas. Uno no puede evitar sentirse triunfante cuando las inversiones en armas de algunos estadounidenses se hicieron inútiles, y el apocalipsis resultó ser un tiempo de solidaridad, y no una anarquía similar a las películas de Mad Max.

Ese estimulante optimismo no nos puede cegar, sin embargo, frente al temible impacto que esta crisis tendrá, y ya tiene, sobre las poblaciones más vulnerables.

Los precarios y los pobres son, desde ya, los que pagan el saldo más cruento: para muchos, el hambre matará antes que el Coronavirus. En el Perú y en India, vemos éxodos masivos de migrantes pobres a sus pueblos rurales, trayendo quizás consigo enfermedades a regiones que no tienen como enfrentarlas. Entre ellos, los pueblos indígenas no-contactados son sin duda las víctimas potenciales más fragilizadas ante el Coronavirus.

Esta crisis, de la que no podemos avizorar un fin, es un argumento más por un futuro solidario. Necesitamos que estas personas, también, puedan expresar su manifiesto y construir el nuevo mundo.

Por otro lado, tampoco debemos permitir que el miedo al Coronavirus desplace el del Calentamiento Climático: una crisis debe servir de lección para la otra.

Los momentos de belleza que el enlentecimiento del mundo nos ofreció – el cielo azul de Lima, el Everest visible desde el norte de India – no volverán si regresamos a la normalidad anterior.

La mezquindad de un mundo acabado no nos puede robar ese futuro.


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