“Nadie ignora que el sur comienza del otro lado de la Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme.” -El Sur, Jorge Luis Borges
¿Qué sería de mi Buenos Aires sin Sábato y sin Borges?
Tenía que pagar esa antigua deuda. Como París para tantos porteños, Buenos Aires era la ciudad con la que fantaseaba entre lecturas. Cargaba ya con la nostalgia de sus barrios, contagiado por los recuerdos de sus autores.
Quizás por ello pasé mi primera jornada encerrado en la Biblioteca Nacional, repasando libros con un mapa en mano. Frente a mí, un ventanal revelaba un horizonte cubierto de parques y campanarios que aún no podía nombrar. Vi llegar la noche mientras, por última vez, recorría la ciudad en las páginas de una novela.
Dejé la biblioteca rumbo a calles desconocidas, con un mapa cubierto de caminos. Tomaría las rutas del Buenos Aires de mis libros, siguiendo los pasos de sus personajes y, quizás, respirando un poco del fervor y la melancolía de sus autores.
***
Recostados en el piso de un mirador, Alejandra y Martín escuchan un disco en silencio. El muchacho se tortura rumiando sus sentimientos, mientras ella se olvida contando las grietas en el techo. Solos en ese cuarto suspendido sobre una casona, son una de tantas escenas refugiadas en el decaído barrio de Barracas. La noche cae lenta sobre el viejo Buenos Aires, en unas calles que ya no son campo, pero apenas son ciudad. Pequeño barrio de mansiones en ruinas, tierra de obreros y de estudiantes, donde aún se puede oír el murmullo del puerto.
Para llegar a ese mítico barrio de la novela Sobre héroes y tumbas, tuve que atravesar el triste Centro de Buenos Aires. Bajo sus edificios altos y grises, sentí cierta brisa de puerto, húmeda y brumosa, traída de un Río que parecía esconderse tras los depósitos y los canales. En ese reino de torres aplastantes, la mutilada plaza del Dos de Mayo trataba penosamente de brindarme calor.
Sólo San Telmo parecía dispuesto a apaciguarme. Sus callecitas antiguas, a medio demoler, evocaban algo de esa Buenos Aires de los libros. Sus caminantes andaban sin apuro, entre cafés, librerías e iglesias, como disculpándose de la severidad del centro.
Pero no pude demorarme en el bonito San Telmo. Quedaba un largo camino hasta el mirador de Martín y Alejandra, en el barrio de Barracas. Emprendí una confusa caminata, buscando senderos que ya no existen más, desplazados por los viaductos.
***
Se dice que Buenos Aires fue fundada cerca al parque Lezama.
Hoy es apenas una arbolada polvorienta y olvidada, cubierta de estatuas maltrechas. Mirando las torres del Museo Nacional y los pocos ranchos que aún subsisten, traté de imaginar su aspecto cuando Sábato escribió su novela. Martín debió estar sentado en una de estas bancas el día en que conoció a Alejandra. Quizás estarían jugando los mismos niños, y estarían los mismos viejos pasando la tarde frente al ajedrez. A pesar de su tristeza - quizás gracias a ella - el parque Lezama había guardado su serenidad.
Seguí mi camino por la pendiente del parque, siempre en busca de la casa del mirador. Por la calle Hernandarias, cruzaba esquinas solitarias, de patios de baldosas y geranios. Extraño sur de Buenos Aires, que permanecía en el tiempo de los novelistas, cayendo pacientemente en ruinas.
Cualquiera de esas casitas podría ser la de Alejandra.
Cada una vivía su vejez de forma distinta: algunas dejando que el polvo oscurezca sus muros y vitrales, otras, decorándose de colores y de grabados. Familias hacían parrilladas en las calles vacías, grupos de teatro ensayaban en la cáscara de una casona... No distinguí ningún mirador entre las construcciones, y me pregunté, amargamente, si se trataba de la única invención de Sábato.
Barracas terminó de pronto, y dejó paso a un largo río pestilente. Reconocí las tristes piernas de metal del puente Avellanada, donde Martín alguna vez quiso dejar su vida.
Se ponía el sol en mi segundo día, y paseaba junto al Riachuelo en un barrio que vivía de su olvido.
***
¿Cómo comparar al Buenos Aires de Barracas con el de los cafés de la avenida de las Heras, y de los lujosos edificios de la Isla? ¿Cómo pasar de los nostálgicos caminos a la solemnidad de la Recoleta, sus parques y sus palacetes? Sin embargo, esos dos Buenos Aires parecían existir en tiempos de Sábato. Ahora, caminaba por esos barrios elegantes en busca de los ciegos.
Sábato no podía ser más claro: los ciegos se escondían en Belgrano. Su personaje, Alejandro Vidal Olmos, lo explicaba muy bien en su Informe sobre ciegos: la perversa hermandad conspiraba en un mundo subterráneo, enterrado bajo ese barrio del norte.
Belgrano. Lo conocía por las canciones de Spinetta y las descripciones de Oesterheld; un barrio sereno, de altos árboles y de poesía adolescente. Admito que demoré mi caminata, perdiéndome entre los rieles y las lagunas de Palermo, temiendo verlo con mis ojos.
No obstante terminé por llegar al viejo Belgrano, y me alegré sintiendo que sus anchas casas y hojas muertas aún eran capaces de evocar las melodías del Flaco. Recorrí un tiempo sus callecitas, apurando mi paso tras la ruta de los ciegos.
Por fin, en un cruce de avenidas, llegué a la extraña iglesia de la Inmaculada Concepción. Sabía que las sórdidas catacumbas de los ciegos se escondían en sus entrañas, y comencé a seguir pacientemente la ruta de la novela.
Descubrí entonces una placa de bronce, rodeada de rejas, que parecían conmemorar a la obra de Sábato.
Mi miopía la había vuelto indescifrable.