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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

Petrópolis, el refugio del Emperador

Actualizado: 26 may 2018


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La ruta de Río a Petrópolis nos confronta a todo lo que la ciudad quiere ocultar.


Después de tomar el bus en una terminal enterrada por viaductos, se pasa junto al cadáver de la estación Leopoldina, de donde solo salen trenes destartalados hacia los puebluchos de la Baixada Fluminense. Por los primeros trechos de la carretera Brasil, apenas se avistan los morros que resisten a la destrucción, pero las aguas malolientes de la Guanabara nos exhiben sus costas de concreto y basura.


Es difícil aceptar la fealdad que rodea a Río de Janeiro, y la agonía del bello valle que abrazaba sus playas. Por suerte, las torres de cemento se deshacen poco a poco, y pequeñas plantaciones comienzan a perfilarse junto a la carretera.

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Serra dos Orgãos ©Marcus Vinicius Lameiras

Empieza entonces la ascensión a la Serra dos Orgãos, esa cadena de picos finos como agujas que a veces se perfilan en el horizonte. Son idas y vueltas sobre las cuestas de pequeñas montañas, alejándonos siempre más de las puertas grises de la ciudad.


***


En uno de los cuartos del palacio de São Cristovão, la imperatriz Leopoldina trae al mundo a un hijo varón. Las enfermeras y las monjas se apresan alrededor de la joven, tratando de aliviarla en esa noche agobiante, pero ella prefiere cerrar los ojos y dejarse olvidar. Esa madrugada de 1825, la corte de Río de Janeiro espera poder celebrar a un heredero.

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Palácio de São Cristovão ©Halley Pacheco de Oliveira

El niño se llama Pedro de Alcántara y quedaría huérfano de padre y madre a los cinco años. Su madre moriría aplastada por la soledad y el calor de los trópicos que su sangre austriaca no supo soportar. Su padre, Pedro I, partió a liberar Lisboa, donde dejó la vida semanas después de haber triunfado.


Condenado a una infancia solitaria, el príncipe de Brasil creció rodeado de libros y de grises tutores, que se esmeraban en enseñarle las artes del gobierno. Sin tiempo para la diversión, los únicos pasatiempos del muchacho eran la lectura, las ciencias, y sus silenciosos paseos entre los jardines de São Cristovão.


En el viejo puerto de Río, los cortesanos impacientes temían ver al Brasil caer en la anarquía que destruía las tierras argentinas. Evitando todo riesgo, deciden coronar al joven Pedro con apenas 15 años. La poca infancia que pudo disfrutar hasta entonces terminó para siempre.


***


Desde su llegada de Portugal, cada uno de los monarcas de Brasil escogió pequeñas tierras de retiro, donde esconderse de las presiones del gobierno. João VI habitó la silenciosa isla de Paquetá, mientras Pedro I prefería descansar en las posadas de São Paulo.


Pedro II, en cambio, halló refugio en un pequeño valle de la Sierra, donde el clima era fresco y se apagaba la bulla insoportable de Rio de Janeiro. Para no vivir en la soledad, hizo construir una colonia alemana a las puertas de su palacio.

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La ciudad imperial de Petrópolis es hoy un pequeño trecho de campo, que se enorgullece de sus cervecerías y sus casitas de madera. Sorprendidos por sus apellidos germánicos y sus noches brumosas, los Brasileños la consideran una perfecta imitación de Europa.


Las tardes de verano, cuando el frenesí del carnaval invade a Río, algunos vienen a serenarse bajo las araucarias de Petrópolis, y a sentirse en París sobre sus puentecitos de metal. Casonas pomposas rodean el resecado canal de Koeller, pero ni siquiera el palacio imperial viene a imponer severidad a la atmósfera.


Hasta hoy, en Petrópolis se respira aires de descanso.


***


La paz duró poco tiempo para el emperador: apenas fundó Petrópolis, sus ministros vinieron a imitarlo. Sea donde fuere, Pedro II no pudo separarse de la carga de su trabajo. Por décadas, tuvo que gobernar un país que quería salir de la pobreza, pero no renunciaba a la esclavitud.


Pero la mezquinería de la política era apenas una obligación en su vida disciplinada. Más le pesaban las guerras que se jugaban en sus fronteras, y ninguna tanto como esa larga masacre de Paraguay. A lo largo de 6 años, sus jóvenes generales guerrearon sin cuartel, acabando con la vida de un país entero hasta derrotar al indetenible Solano López.

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Pedro II

Saliendo del conflicto con 40 años, Pedro II era ya un hombre envejecido, portando una larga barba blanca. Agotado por el derrame de sangre, se fue a conocer esa Europa que sus libros le relataban, dejando América por primera vez. En sus viajes por el viejo mundo, el emperador disfrutó de una libertad que nunca se había permitido tener.


Regresar a Brasil fue insoportable. Ya no conseguía soportar la sordidez de la política.


***


En una plazuelita de Petrópolis, una estatua retrata al Pedro II que muchos recuerdan. Un emperador barbudo y vestido de negro, con tomos de libros colgando de su mano. Su rostro es severo y triste, mostrando la mirada que sin duda tenía en sus últimos años.

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Cansado de gobernar, sólo vio a la esclavitud desaparecer a sus 60 años, rodeado de ministros que ya solo pensaban en su relevo. Pero el anciano sabía que su imperio no se salvaría: hombres poderosos no le perdonaban la abolición.


***


En el campo de Santana, el general Fonseca mira con impaciencia a sus jinetes cabalgar entre los árboles. Pronto, los regimientos rodearían al parlamento, y los cañones tronarían, victoriosos, sobre la bahía.


Tímidamente, un soldado de la guardia entona la Marsellesa, y una columna de uniformados lo imita. Masticando palabras en francés, el viejo militar sigue la melodía, y llama a toda la armada a unirse al canto.


El destino estaba sellado. El viejo imperio había caído. Brasil era una República.

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Proclamación de la República. 1893, Benedito Calixto

Hasta hoy, las proclamación de la República es recordada como un evento un poco ridículo. Las pinturas que la retratan son pequeñas y sin pasión; sus héroes son generales olvidados. Los soldados y empresarios que la dirigieron eran una minoría poderosa, pero ignorada por un pueblo que apreciaba al emperador que liberaba a los esclavos.


Pero el anciano Pedro II apenas respondió al levantamiento, y aceptó el exilio en silencio.


Moriría en un triste hotel parisino, acabando su vida en el descanso.

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Catedral de Petrópolis

Un siglo más tarde, la sencilla catedral de Petrópolis acogió sus cenizas, devolviendo al emperador a su pequeño refugio en las montañas.


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