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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

Nacimiento Mítico de Río

Actualizado: 26 may 2018

Las costas de Brasil encierran historias inimaginables, conflictos absurdos entre hombres de tierras lejanas, que se enfrentan en vanos sueños. Hoy, esos choques apenas sí son recordados, aunque quedan sus trazos en los nombres de sus playas, en sus galeones sumergidos y los restos de sus montañas demolidas.


Esos relatos enterrados son uno de los más grandes misterios del Brasil: ¿qué otra tierra podía pretender esconder esfinges fenicias, albergar antiguos imperios africanos, haber sido la segunda cuna de Cristo? Como un continente de ambiciones extremas, es una tierra donde todos los reinos trataron de fundar sus utopías.


Transformados en anécdotas y en poesías, contados por partes en todas las esquinas del país, estos mitos de Brasil jamás me fueron relatados por completo. A lo largo de mi viaje, fui descubriéndolos y entendiéndolos, reconciliando contradicciones, revelando coincidencias, reconociendo antiguos nombres.


Este “nacimiento mítico de Río” fue sin duda la historia que pude reconstruir con más detalle. No pretende ser un recuento superior al arte brasileño, sino una interpretación de una historia poderosa, que merece ser vuelta contar.


***


Marzo de 1560, Bahía de Guanabara.

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Ensenada de la Bahía de Guanabara en 1560. La Isla de la Trinidad está formada por el Pão de Açucar, Urca y Cara de Cão. © Iluminata Produtora.

En la estrecha ensenada de la Guanabara, lágrima salida del mar en la lengua de sus habitantes Tamoios, una silueta parte el horizonte del Atlántico. Tras las laderas de la isla de la Trinidad, largas velas blancas se dibujan en el cielo, creciendo lentamente, penetrando las aguas del interior. En ese inmenso paisaje de piedra, mar y selva, los monumentos de madera y tela avanzan como una sorda amenaza.


Desde su pequeña isla, Légendre de Boissy avista eso que sin duda había estado esperando desde su llegada. Su rostro no delata miedo ni angustia. Sus facciones duras contrastan con las de los refugiados hugonotes y los pastores protestantes que reúne la isla de Sergipe, en el corazón de la bahía. Con ellos, él y su tío Villegagnon esperaban fundar una nueva Francia, lejos de las guerras Europea. Pero los navíos portugueses habían llegado antes de tiempo. Villegagnon seguía en la metrópoli: de Boissy tendría que poner a prueba la fuerza de su gente.

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Isla de Sergipe. Grabado anónimo de 1813.

Desde la costa, Cunhambebe observa los Galeones con odio paciente y severo. El viejo líder Tamoio está acostumbrado a esas visitas inesperadas. Recuerda los tiempos de sus abuelos, cuando los pasos de esas montañas de madera eran motivo de fiesta. Entonces venían sus extraños y enfermizos tripulantes, y traían exóticos regalos a los hombres y mujeres del pueblo. Casi ninguno se quedaba, y las naves partían para jamás volver.


Pero el jefe lo sabía: lejos al Sur, una guerra había empezado contra los Pirós, navegantes de tierras lejanas que se placían en esclavizar a sus enemigos. De Boissy, ese loco extranjero que se había asentado en su isla diminuta, parecía conocer a esos salvajes, y odiarlos a muerte. Había regalado armas a los hombres de Cunhambebe, para que pudiesen retomar las tierras perdidas al sur. Sin embargo, al ver los monumentos de madera entrar a la bahía de Guanabara, el jefe lo supo: los Pirós estaban llegando a invadir su hogar.

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Cunhambebe. Grabado de André Thevet, cosmógrafo de la expedición francesa. 1575.

La Flota ya casi ha entrado del todo a la Bahía, rozando lentamente sus playas, sin plantar el ancla en ningún lugar. En sombría y arrogante procesión, recorren las costas sinuosas, como señores en sus tierras.


Entre los habitantes de las islas y de los morros, de Boissy quizás sea el único que descifra el mensaje breve y terrible que se exhibe ondeando sobre los mástiles.


Son enemigos. Y no dejarán la bahía sin verlos muertos.


Desde la Proa de su nave, Mem de Sá observa el interminable interior de la bahía. Muy al fondo, donde continuaba aquel Río de Janeiro, veía una columna de picos inquietantes, erguida como los colmillos de una bestia. Más cerca de su flota, en la costa, distinguía una montaña solitaria, despegando orgullosamente de la tierra. Esta era sin duda una país extraño, indescriptiblemente bella. Una Tierra sin Males.


Había tenido el tiempo de leer el pequeño archivo jesuita del Colegio de Salvador. Se sabía poco de las tierras más allá de la Bahía de Todos los Santos, salvo por las golpeadas misiones de São Vicente, lejos al Sur. En cuanto al territorio en el que entraba, era un reino de contradicciones: Río y Bahía, Portugués y Francés, Romano y Luterano. Sus costas sin duda habían despertado la imaginación de los navegantes, pues las islas y montañas tenían ya nombres coloridos: Trinidad, Surco, Gobernalle, Tentación...


Pero, mientras sopesaba donde acostar para el asalto decisivo, de Sá no podía sino pensar en la única certidumbre que guardaba. Entraba en tierra de antropófagos.

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Mem de Sá.

Con su flota, esperaba dar el golpe final en su larga guerra con los feroces Tamoios, que asolaban sus colonias y misiones. Era tiempo de poner fin a su insolencia, y acabar con su alianza con los franceses.


No sabía con qué tratados impensables los herejes de Villegagnon habían conseguido convivir tanto tiempo con estos comedores de hombres, pero estaba seguro de una cosa: en caso de derrota, serían todos devorados.


Mientras seguían su lento camino por las costas, Mem de Sá se volteó de nuevo hacia la isla de la Trinidad. No lo dudó más. Ahí acamparían. Sólo bajo el signo de estas montañas, que quizás algo tenían de sagrado, podría esperar una victoria sobre la alianza impía entre blasfemos y salvajes.


De Boissy da un último paseo por las exiguas murallas del fuerte. Bajo suyo, las fogatas terminan de apagarse, y las canoas Tamoias regresan a la costa, listas para el enfrentamiento del amanecer. Contra todo pronóstico, parecía haberlo logrado. Franceses y Salvajes lucharían juntos contra la flota portuguesa.


Hacía tiempo que en su isla no se había hablado de unión: meses atrás, un grupo de pastores y colonos calvinistas habían decidido abandonar la isla y adentrarse solos en el continente. No se supo jamás si habían vuelto a los Alpes de alguna forma, si habían sido devorados, o si habían fundado su propia utopía en la ladera de algún morro.


El francés sabía que su futuro se decidiría al amanecer. Esperaba con toda fe que los cañones del fuerte y las barcas de los Tamoios bastarían para derribar a la flota portuguesa.


En el fondo, la Francia Antártica era una quimera insensata que su tío y algunos pastores habían aceptado: una tierra de paz para los protestantes, fundada en país caníbal. Pero la convivencia con los salvajes había sido más sencilla que la vida entre creyentes. El viejo Villegagnon, desilusionado, hacía tiempo ya que había partido a Europa, y Légendre de Boissy comenzaba a dudar si algún día volvería.


Antes de recostarse, de Boissy toma un pequeño caldo de mandioca y de carne.


Pues bien, si los derrotaban, sería morir en la fortaleza, o sobrevivir algún tiempo más dentro de la selva. Pensó con angustia en lo que quedaría de su humanidad, si se resignaba a vivir entre salvajes.


***

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Asedio de la Isla de Sergipe. André Thevet, 1575. Al centro, la Isla de Sergipe. Abajo a la izquierda, la Isla de la Trinidad (nótese el Pão de Açucar).

Los Galeones escupieron fuego sobre las murallas del fuerte, pintando el azul del cielo con llamaradas de sangre y de calor.


Las piedras de la fortaleza temblaban, mientras los cañones franceses respondían al ataque portugués. La bahía se llenaba de barcas Tamoias, salidas de la costa, ahogando las aguas con una torrente de madera y de cuerpos vociferantes. Los guerreros escalaban las paredes de los galeones, tratando de sumergir al enemigo, cansado por el calor.


De Boissy y Cunhambebe lo sabían, el destino de la batalla se jugaba en ese patético fuerte de piedra, que apenas resistía a los primeros embates de la pólvora. Si caía, la guerra se haría larga, demasiado larga. Era derrotar al invasor, o embrutecerse resistiendo desde la selva.


Los hombres de De Sá repelían con odio las masas de salvajes: temían el simple contacto con esos caníbales que salían interminables de la selva. La flota ya estaba demasiado dañada: si vencían, no les quedarían los recursos para fundar su propia ciudad. No, tendrían que conformarse con aniquilar esa triste fortaleza, y forzar a los herejes a una larga agonía.


Con las velas arañadas y las pasarelas manchadas de sangre salvaje, los galeones portugueses concentraron fuego contra lo que quedaba de la fortaleza de Sergipe. La ola de canoas Tamoias no pudo nada contra la fuerza de los cañones. Mem de Sá vio a las murallas ceder, y la isla fue vaciándose de hombres. Sentía cierta pena por la patética figura de pastores y mercenarios refugiándose en la floresta.


Légendre de Boissy maldecía a Dios, a su tío, y a la canoa de madera que lo llevaba a las costas de la Guanabara. En la noche, al ver a los galeones partir de la Bahía, dejando su fortaleza en ruinas, no pudo contener sus sollozos. Los portugueses no se habían dignado en acabar con sus vidas. Envejecería entre bestias y demonios.


***


1 de Marzo 1565


Al entrar por primera vez en la Guanabara, Estácio no pudo sino imaginar las aguas rebosantes de muertos y de escombros que su tío le había descrito.


5 años después de la expedición de Mem de Sá, una nueva flota portuguesa llegaba a terminar el trabajo. Las órdenes de Salvador de Bahía eran claras: fundar una ciudadela permanente en estas tierras, y acabar con lo que quedase de los salvajes y de los herejes.

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Estácio de Sá fundando Río de Janeiro. Azulejos de la iglesia de São Sebastião dos Capuchinhos, Río de Janeiro.

Apenas el joven capitán terminó de oficiar la misa en la Isla de la Trinidad, vio las temidas balsas salir por centenares de la costa. Era un espectáculo patético y aterrador: los invasores no parecían tener ya la ira vociferante que describía su tío, sino un silencioso rencor. Entre ellos, creyó distinguir rostros rubios y enloquecidos, que musitaban una lengua incomprensible.


Por meses, Estácio de Sá apenas pudo aventurarse en las costas del continente, acosado por esas flotas salvajes, que parecían no temerle ya a la muerte. Lo que su tío había descrito como una victoria fácil demoró más de dos años. Estácio enfermó y se amargó entre la isla de la Trinidad y esas costas malditas, impenetrables.

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Fuerte de São João, en el lugar donde Estácio soportó los ataques Tamoios. Urca, Río de Janeiro.

Cuando los jesuitas llegaron a su encuentro, trayendo consigo una flotilla de soldados indígenas, el joven comandante apenas tenía la voluntad de acabar con la plaga. A desgano, llevó su armada una vez más hacia la costa. Y si bien sus tropas lograron diezmar a los Tamoios y ahorcar a Cunhambebe en su aldea, Estácio de Sá fue muerto por una lanza en las tristes playas de Uruçu-Mirim.


***


San Sebastián de Rio de Janeiro nació del choque lento y sin gloria de héroes cansados, derrotados por el calor y la tristeza. Ni Cunhambebe, ni Légendre, ni Estácio tuvieron muertes dignas, y ninguno de sus legados logró imponerse sobre el otro. Como todo lo que hace al Brasil, la sangre que echaron fue mezclándose, lentamente, al precio de absurdas matanzas.


El cuerpo de Estácio fue enterrado en la cima de un morro, donde se estableció lo que sería el corazón de Río: el Castelo. En la década que siguió, los Tamoios fueron masacrados hasta el último, pero sus palabras y su fuerza aún acosan la historia de Brasil. Los sobrevivientes franceses llegaron a contar su experiencia al pensador Michel de Montaigne, que quedó para siempre impactado por la trágica historia de Cunhambebe y Légendre.


Hoy, el morro que albergaba el Castelo ya no existe, y los restos de Estácio están enterrados en la iglesia de un suburbio de la ciudad. El pueblo Tamoio casi desapareció, pero su lenguaje y su comida han marcado para siempre la cultura carioca. La isla de Sergipe, desde la que Légendre opuso su última resistencia, ha sido unida a la costa, y hace parte del bello aeropuerto de Santos Dumont.

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Monumento a Estácio de Sá en lo que fue la playa de Uruçu-Mirim. Flamengo, Río de Janeiro. ©Natália Gastão

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Isla de Sergipe, hoy Escuela Naval.

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Lápida de Estácio de Sá en la iglesia de São Sebastião dos Capuchinhos, Río de Janeiro. ©Augusto Mauricio

La Guanabara cruel que vio nacer a Río ha cambiado, y sus costas han ganado formas irreconocibles. Ese primer encuentro surreal fue tan solo el anuncio de la historia extraordinaria y absurda que esa tierra sin males llegaría a vivir.


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