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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

De Río a Pomponesco: una brasileña en busca de sus ancestros

Actualizado: 26 may 2018


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Descubrir Italia desde el valle del Po es como adentrarse en una tierra desconocida. Sus paisajes no remiten a ninguna imagen clásica de la península: lejos están las costas radiantes y los vallecitos soleados del Mediterráneo. En estas tierras del norte reina una planicie verduzca, cubierta del atardecer al mediodía por una densa neblina. Las vastas aguas grises del río Po le brindan humedad al valle, así como un poco de su extraña tristeza.


Visitarla en invierno significa recorrer largos horizontes oscuros, siempre a punto de desaparecer tras un velo fantasmal. En esa región melancólica, los pueblos son reconfortantes halos de luz, que brindan calor entre sus viejas plazas y sus torreones lombardos.


Descubrimos esa Italia extraña a lo largo viajes nocturnos, tomando trenes y buses que apenas nos daban el tiempo de divisar el paisaje. Milano, como un París ambicioso y perdido, nos había dejado confundidos. Los paseos de Parma encerraban promesas, pero poco habíamos visto de sus paredes rojizas y su río casi ahogado por la maleza.

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Ahora, el alcalde de un pueblito nos llevaba por la carretera en su pequeño automóvil. Apenas los árboles y las casas se distinguían entre la neblina. Eran las 9 de la mañana, y me tentaba  recuperar un poco de sueño en el asiento trasero. Con suerte Giuseppe no se daría cuenta, entretenido con las palabras de Priscila: lograban comunicar usando una extraña mezcla de portugués y de italiano, incomprensible para mi mente cansada.


Y sin embargo, la impaciencia me impedía cerrar los ojos. A cada cruce de caminos, el nombre de Pomponesco se hacía más frecuente. ¿Así que era verdad? ¿Estaríamos ya tan cerca del pueblo del que Priscila hablaba tanto, aquel que habíamos recorrido por libros y que hasta entonces sólo conocíamos por viejas fotos y vídeos?


Mientras ella explicaba su historia a nuestro amigo italiano, yo volvía al paisaje del Norte de Italia, y trataba de compararlo con los verdes valles de Minas Gerais.

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120 años era el tiempo que nos separaba de cuando los ancestros de mi novia  dejaron Italia para siempre. Ahora, esta muchachita de rostro moreno, cuya sangre europea convivía con su herencia árabe e indígena, había decidido volver al pueblo de sus ancestros.


Priscila dos Santos había crecido en São João de Meriti, un mar urbano que rodea el norte de Río de Janeiro. Todos los carnavales, su madre y ella emprendían la ruta de las montañas, buscando la paz del Estado de Minas Gerais, al interior de Brasil. 8 horas de bus las separaban de Pedra Dourada, el pueblo donde les esperaba la abuela Hilda Belletti.

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En las noches de esa comarca de 20 casas, la anciana las entretenía con las aventuras de sus ancestros italianos. Sus relatos de viaje por el océano y las montañas la encantaban casi tanto como los cantos pueblerinos que a veces trataba de entonar. Le relataba cómo su propia madre añoraba la vida en Italia que habían tenido que abandonar.


Al pasar de cada verano, el italiano de su abuela se hacía más pobre, y los nombres se mezclaban y desvanecían en sus recuerdos. Priscila pronto entendió que la memoria de sus ancestros no tardarían en desaparecer, dejando sus preguntas para siempre sin respuesta. Decidida a rescatar la historia, pasó su adolescencia desentrañando los nombres de cada uno de sus bisabuelos, recorriendo los archivos de ciudades, albergues y pueblos por los que pasaron.


Eran cinco: Costante, Cesarina, Cesare, Enrico y Luigi: sus nombres, transformados al portugués, apenas escondían las raíces italianas. Junto a ellos, el nombre de “Pomponesco” se repetía: un pueblito sin duda tan o más pequeño que la Pedra Dourada que llegaron a fundar. ¿Cómo alcanzar semejante lugar, perdido en el corazón de Italia?

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Sin embargo aquí estábamos, conducidos por el mismísimo alcalde de la comuna, que Priscila había contactado por mail meses antes de venir a Europa. Hace tiempo que Hilda Belletti había fallecido, sin conocer la tierra de su familia, pero su nieta estaba a punto de completar el viaje de regreso .


Entre sus manos, abrazaba todos los documentos: certificados de nacimiento, inscripciones en albergues y navíos. Deslizado entre ellos estaba una carta que había encontrado casi por accidente, y que era su lazo más reciente con el lugar. Mandada desde el asilo de ancianos de Pomponesco en 1976, la escribía una tal Rosa Belletti, preguntando por noticias de sus sobrinos en Brasil. No pudo saber si la carta recibió respuesta alguna: sin duda Rosa no existía más, pero quizás alguien la recordase...


Por fin, los muros de Pomponesco se perfilaron entre la neblina. Era extraño descubrir esas calles arboladas y sus casas coloridas en esa atmósfera congelada, vacía de todos sus habitantes. Giuseppe Baruffaldi estacionó el automóvil en medio de la plaza y nos guió bajo a las arcadas. Entre sus rápidas frases en italiano, entendimos que deseaba conversar con Priscila.

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Ella desplegó todas sus hojas y fotografías sobre la oficina del alcalde. Este las ojeó en silencio, deslumbrado y confundido por el fervor de la muchacha: frente a sus ojos estaba descrito, paso a paso, el trayecto de una familia italiana emigrando a las Américas. No podía recordar a ningún Belletti vivo en el pueblo, pero se apresuró a llamar a su amigo, Paolo Tortella, aficionado de la historia local.

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Tortella era un imponente señor de sonrisa bondadosa. No sabía de ninguna Belletti, pero ofreció acompañarnos al Cementerio a buscar pistas. Lo seguimos hasta la salida del pueblo, y recorrimos las lápidas: tardamos una hora en revisarlas, esperando encontrar algún rastro de la misteriosa redactora de la carta.


Rosa Belletti nos esperaba en una pequeña lápida, acompañada de sus dos maridos y uno de sus hijos adoptivos. Había fallecido hacía más de 30 años, en 1983, pero las fechas coincidían: como lo decía en la carta, tenía 83 años en 1976. Un retrato suyo adornaba la tumba, y Priscila no pudo evitar sacar una fotografía de Hilda para comparar sus rostros. Pudimos ver juntos los rostros de la tía y de su sobrina, sintiendo que habíamos encontrado a la única Belletti que se había quedado atrás.

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Ahora que sabíamos que Rosa había terminado su vida en Pomponesco, necesitábamos descubrir lo que había sucedido con su familia. En el asilo de ancianos, la recepcionista fue desalentadora: ningún empleado recordaría una residente fallecida hace 30 años, salvo quizás una tal Maristella, que había trabajado en el lugar durante los 80s... Tras una corta llamada telefónica, fuimos invitados a tomar el café donde la señora.


Apenas cruzamos el corredor de su casa, los ojos de Maristella brillaron tras sus anteojos. ¿Veníamos del Brasil para hablarle de Rosa? ¿No era broma? Hacía tanto que nadie la mencionaba...

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“Rosa Belletti... Rosa...¡Rosina! La recuerdo, era alta y delgada, conversábamos tanto... pero nunca me mencionó Brasil, yo creía que no tenía a nadie”.


Apenas Priscila le mostró los nombres de sus bisabuelos, Maristella no pudo sino reír y contar los recuerdos de su amiga. Era difícil seguir el hilo de sus anécdotas, pero Priscila, Tortella y yo la escuchábamos atentamente, viendo a la antigua tía italiana volver a la vida. A pesar del tinte novelesco de sus relatos, algo de su memoria por fin llegaba a nosotros.


“Pobre Rosina, solía deambular por las calles, triste como ella sola. Una vez trató de ahogarse en el Po, pero la pudimos rescatar. Sus dos esposos murieron, nunca tuvo hijos, y los que adoptó terminaron por irse... Felicina y yo éramos su única familia. Oh, ¡Felicina! Tienen que mostrarle esto, ¡síganme!”

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Maristella salió disparada de su casa y nos urgió a hacer lo mismo. Mientras Priscila ponía orden en sus papeles y Tortella caminaba confundido, una anciana sonriente nos invitó a entrar a su hogar. Felicina escuchó pacientemente las explicaciones de Maristella, y comenzó a relatar la vida solitaria de Rosa. Ambas mujeres sonrieron al ver la fotografía de juventud que adornaba su lápida, y se alegraron ante las imágenes del valle de Pedra Dourada. “Así que hasta ahí se fue a esconder su familia...” murmuró Felicina. “Creo que le habría gustado saber que alguien la vino a buscar”.


***


Comenzaba a anochecer sobre Pomponesco.


Después de visitar a las amigas de Rosa, el señor Tortella nos presentó a los Cantoni, una familia que podía tener lazos con los Belletti. Sorprendidos por la visita de una posible prima brasileña durante una tarde de Diciembre, conversaron por un largo rato. Aún quedaba desentrañar el rompecabezas que los unía, pero Priscila no podía esconder su alegría: había logrado reanudar sus lazos con Pomponesco.

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Ahora, dábamos un último paseo junto al lecho del Po. Caminábamos en silencio, mirando el sol ponerse tras las ramas de los árboles, esperando volver al pueblo antes que la oscuridad nos alcance.


¿Qué podía sentir Priscila tras un día como este? Preferí no cansarla con mis preguntas y seguir caminando, imaginando en lo que ese extraño norte de Italia se había convertido para nosotros.

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El denso velo blanco de la neblina empezó a avanzar hacia el camino, arrastrándose sobre el pasto. Priscila y yo supimos que era tiempo de volver. Rosa lo entendería.


Agradecemos a Giuseppe Baruffaldi, Paolo Tortella, el signor y la signora Delfini, Maristella, Felicina y la familia Cantoni por el tiempo, el apoyo y el cariño que nos dieron durante el viaje. Esperamos volver a verlos pronto.


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