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  • Foto del escritorManuel-Antonio Monteagudo

Colores de Bahía

Actualizado: 26 may 2018


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En un atardecer antiguo, cinco navíos cansados entran en aguas serenas, sembradas de islas y de barrancos. Vespuccio, cartógrafo de la flota, apenas mira las orillas, maravillado por los colores que viste el cielo al recibirlos. Recuerda los techos de una vieja iglesia de Florencia, e imagina a los náufragos cristianos que, se dice, ya habitan el nuevo mundo. Mientras los soldados plantan cruces de piedra en las costas, el explorador bautiza las aguas en sus cuadernos.


Anochecía en la Bahía de todos los Santos.


***


Es difícil caminar por Rio Vermelho sin quedar cegado. El sol refleja despiadadamente en sus muros y escalinatas de cal, con el mar como único descanso para los ojos. Este barrio del sur de Salvador de Bahía es un pequeño dédalo de colinas recostadas a largas playas. Tan temprano en la mañana, bajo un intenso calor, los únicos que disfrutan del océano son los pescadores y los niños que pelean sobre la arena.

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©Antoine Gely

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©Antoine Gely

Pero Rio Vermelho es una Bahía en miniatura, que mima los contrastes de su ciudad: edificios antiquísimos se codean con torres de cemento, y todo parece cubierto de un velo de humedad y de verdor. Las playas van siempre vestidas de antiguas muretas y columnas blancas, que destacan del alegre caos. Viejos bahianos se recuestan en ellas, admirando el cielo azul y la brisa de la mañana.


Junto a un dique se alza una iglesia decorada de azulejos, orgullosa y vacía. A su lado, una casucha es visitada por decenas de pescadores, y viejas vendedoras la rodean, ofreciendo rosas y estampas a los caminantes.


Es la casa de Iemanjá, la amada diosa del mar, Orixá más venerada de Bahía, quizás de todo Brasil. Venida del África con los esclavos Yorubas, es hoy la madre de muchos, y recibe regalos a cambio de alegría y prosperidad. Cobijada en su templo, apenas iluminada con velas y decorada de ofrendas, su estatua celebra una fe silenciosa.

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Casa de Iemanjá

Adorar a los Orixás es común entre los brasileños, aunque los cultos más elaborados del Candomblé sean un misterio. Para entenderlos, hay que desentrañar trozos de ritos y de composturas, y revelar a los dioses escondidos tras los santos: un laberinto que mantiene a los extranjeros a raya.


La Basílica del Senhor do Bomfim celebra la más bella mezcla de fes. Erguida en una colina del norte de Salvador, sus barandas están cubiertas de cintas de colores, atadas a diario por los religiosos. Desde sus corredores decorados de fiesta, se avista un horizonte de casas empobrecidas, que rodea los barrios históricos y burgueses de la ciudad. En este templo cubierto de oro y rodeado de miseria, se adora a Jesucristo y a Oxalá, el creador de la humanidad.

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Basílica del Senhor do Bomfim

Los ex-votos que cuelgan de su techo piden curación a los dos dioses, y las cartas los alaban a ambos por los milagros.


Las misas no acaban nunca en el templo de Bomfim, y es imposible distinguir el cielo por quien rezan los devotos.


***


El viejo Salvador de Bahía crece sobre un barranco, protegido del mar y de las indiscretas miradas. Es una antigua ciudad de templos y de casonas, obra de jesuitas guiados por un náufrago enloquecido. Aún hoy, algunos lugares, como el convento del Carmo, protegen rastros de esos tiempos de abundancia.


Pero Salvador ha sido golpeada por la Historia más que cualquier ciudad de América. Esa tierra de arrogante riqueza ya fue invadida por flotas holandesas, saqueada por guerras religiosas, abandonada por sus viejos fundadores. Y siglos de desprecio sólo han reforzado su porte grandioso, casi místico.

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Pelourinho ©Antoine Gely

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Terreiro de Jesus ©Antoine Gely

Cuando Salvador dejó de ser capital del Brasil, reveló su corazón africano. Los Orixás abandonaron sus disfraces de cristos y de vírgenes, y los antiguos palacios y jardines ganaron nuevos nombres y funciones. Hoy, la vieja Bahía no es más que una isla engullida en un océano de casas de cemento. El terreiro de Jesus y el Pelourinho son hoy plazas impecables, adornadas por hermosas iglesias, pero el corazón de la ciudad sobrepasa sus antiguos muros.


Cerca a las piedras del terreiro, una explanada libera la vista del barranco hacia el mar, y el surco de sus barcos. Cuando el sol empieza a ponerse, los caminantes se detienen frente a ese paisaje incomparable, o bajan el centenario elevador Lacerda para poder tocar las aguas de la Bahía.

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Elevador Lacerda ©Antoine Gely

Hoy, una extraña procesión sale de la catedral, llevando en andas a un Cristo durmiente, sin siquiera admirar la costa. Vestidos con trajes coloniales, los bahianos cantan salmos lúgubres, soportando el calor. Con ellos, pasé por esquinas abandonadas, y callecitas olvidadas por la restauración. El viejo Salvador, orgulloso de su historia antigua y poderosa, puede ignorar sus momentos de miseria.

***


Bajo las aguas de la Bahía de Todos los Santos descansa un antiguo naufragio. Hace ya cuatro siglos, un galeón hizo agua entre las rocas de la ensenada, y llevó consigo su carga de plata y escapularios. Las vidas y las joyas perdidas esa noche despiertan aun la imaginación de los niños bahianos, que nadan en sus playas esperando toparse con algún diamante.


Entre las rocas tendidas sobre el mar, la fortaleza de Barra vigila las aguas que se llevaron al galeón. Según algunos, ese viejo fuerte y su farol serían la construcción europea más antigua del continente. Sus trazos serían la obra de algún portugués apurado por dejar rastro de su pasaje.

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Fortaleza de Barra

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Barra es un mirador prendido de las aguas de Bahía. Su largo patio de piedra oscura contempla a las olas y a la lejana isla de Itaparica.


Nunca olvidaré ver al sol ponerse en ese mar.


Entre sus murallas y sus torreones, vi al cielo y a las nubes pintarse de sangre. Sobre ese mundo que era solo piedra, océano, cielo azul, se dibujó una acuarela roja, naranja, lima y púrpura, de colores tan distintos que nos hacían olvidar a la noche que se acercaba.


El horizonte, la isla, sus montañas, sus nubes ya casi ardientes, se volvieron un hilo de colores exultantes, dolorosos, hermosos.

Por un motivo que aún no quiero entender, todas las tierras de Bahía parecían esculpidas para los atardeceres: en aquel Fuerte entre las piedras, en la explanada de la ciudad alta, en alguna catarata de la Chapada Diamantina.


Un mundo que abandona al sol rodeándolo de una belleza indescriptible.


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